(relato publicado por entregas)

sábado, 9 de junio de 2012

I


----------------------------------


Avanzaba la noche y Enrique seguía sin pegar ojo, dando vueltas y vueltas en la cama, revolviendo las sábanas, intentando no despertarla. Era una de las primeras noches verdaderamente calurosas del verano, y el aire permanecía estanco, inmóvil, usado una y mil veces, adquiriendo un peso, una densidad, una presencia espesa y pegajosa que parecía contagiar a todos los objetos de la habitación de la misma pesadez y la misma naturaleza viscosa. La luna llena iluminaba la pequeña estancia que componía el estudio, dando a la situación un carácter irreal. Enrique parecía flotar en un sueño desasogante, un duermevela inerte y enfermo. Ya conocía la sensación. Todos los años cuando  llegaba el verano, lo hacía acompañado de un insomnio, algo así como un período de aclimatación de una semana. Eva dormía a su lado, intranquila pero inmóvil, con pequeños movimientos reflejos, pequeñas sacudidas nerviosas que sacudían su cuerpo cada cierto tiempo, síntomas de que el calor y la espesura del aire no le dejaban profundizar en el sueño. 

Harto de mirar el techo, se giró hacia ella, dejando el espacio central de la cama vacío. La sábana estaba revuelta a los pies, pues con el calor sobraba hasta la piel para dormir. La observó bajo la especial iluminación de esta luna irreal que entraba en la habitación. Fijó los ojos en la cruz que se forma justo donde la columna vertebral cruza la horizontal de los hombros y la clavícula, observando cómo las inusuales sombras de las protuberantes vértebras creaban unos relieves diferentes en un cuerpo que creía conocer al detalle. El pelo caía, húmedo por el sudor sobre la almohada y dejaba la espalda completamente visible. Recorrió con la mirada la extraña cordillera que formaba la columna de Eva, en dirección sur, intentado reconocer el cuerpo, explorar con la mirada el nuevo territorio, las nuevas llanuras y colinas que la luna dibujaba en ella, hasta llegar al valle profundo que se formaba entre las nalgas. No solo las sombras elaboraban volúmenes inesperados, sino que la misma coloración y textura de la piel parecían diferentes, los lunares se confundían con pozos, y las arrugas con ríos, los pliegues de la piel con fallas, y allí donde hacían frontera con el azul negruzco de la sábana bajera, se creaban fiordos y cabos incircunnavegados. 

Al llegar al profundo cañón que aparecía entre las nalgas, un cierto vértigo le atrajo hacia esa oscura profundidad, única porción del cuerpo de Eva que permanecía en absoluta oscuridad y que ejercía de polo gravitatorio. Enrique acercó los dedos al contorno del cuerpo y fue de nuevo reconociendo la espalda, de norte a sur, de nuca columna abajo, como un explorador que, estudiado los mapas, sintiese la irresistible necesidad de recorrer en primera persona esos territorios, de apropiarse de ellos, de clavar el pie en ellos como quien al penetrar, los posee, como lleva miles de años apropiándose el hombre de la tierra, clavando en ella representaciones de su fuerza, proyecciones de su yo, desde los primeros bastos menhires hasta los megalómanos rascacielos, erectas reafirmaciones y compensaciones para un ego eternamente inseguro. Igual que el explorador que a cada paso reconoce el terreno y redescubre la tridimensionalidad de aquello que ha estudiado en la representación plana del mapa, recorrió la espalda pasando las yemas de los dedos por cada pequeño elemento del relieve de la espalda de Eva, siempre en sentido sur, hasta llegar al profundo valle oscuro que seguía llamándole. 

El aire se hacía más y más pesado, o eso le parecía a Enrique, pues a cada momento, más aire le pedían sus pulmones y más trabajo le costaba inhalarlo. Comenzó a notar cómo el aire viscoso se le pegaba a la piel y parecía abrazarle, abrasándole. En cambio, la piel de Eva reaccionaba erizando cada vello, contrayéndose, como si de repente el aire a su alrededor hubiera sufrido una drástica congelación. Pasó la mano, conducida por los dedos exploradores por la cintura, dispuesto a explorar aquella cara oscura, aquella cara oculta a la luna. Ahora era un ciego que, palpando, reconocía la naturaleza del objeto, sintiendo su superficie. 

Recorrió la planicie del vientre, saltando sobre el ombligo, llegó a los valles de los intersticios intercostales, subió por hasta acercarse al cuello, recorriendo el hueso curvo de la clavícula y la cavidad supraesternal, donde permanecía retenido un pequeño estanque de sudor. Eva se revolvió, apenas otro movimiento reflejo que recorrió la espalda, desde los omóplatos hasta la cadera, pero no parecía despertar. Enrique esperó unos segundos, atento a la respiración pesada de su compañera, a sus párpados, a todos los músculos y tendones que se apreciaban a través de la piel, sin observar más reacción que el vello erizado. Su cuerpo y el de Eva habían acercado sus posiciones, como si el centro gravitatorio del valle oscuro hubiera ido creciendo en potencia, y tras atraer sus dedos, ahora atrajera toda la masa de su cuerpo. Casi sin darse cuenta, su piel comenzó a tocar la piel de ella, sus piernas se acoplaron con las de ella, rodilla tras rodilla, y comenzó a abrazarla, a besarla en la nuca, a penetrar en aquella oscuridad. El aire parecía oponer resistencia entre los dos cuerpos, parecía lento al abandonar el espacio que los cuerpos reclamaban, y resbalaba como si un líquido oleaginoso se hubiera derramado.

Poco tiempo después, si bien el tiempo parecía no poder ser medido en aquella noche, pues la falta total de referencias, la luz innatural de la luna llena, la solidez ardiente del aire, hacía imposible a ningún hombre consciente concentrarse en el paso de segundo y minutos; volvía a encontrarse tumbado boca arriba en la cama, ya liberado de la atracción telúrica de los valles y las cordilleras del cuerpo de Eva, separado de ella, desnudo, y de nuevo mirando los efectos de la luna en el techo en penumbra. Poco a poco la respiración se calmaba y volvía a percibir la noche y la habitación que le rodeaban. Se giró dando la espalda a la masa oscura que ahora era el cuerpo de Eva, hacía el ventanal que permanecía abierto, con la esperanza de conseguir invitar al poco aire que pudiera moverse en la noche. 

A través de la ventana, junto a la luz lunar, Enrique percibió unos sonidos que  hasta ahora le habían pasado inadvertidos. Las olas golpeaban, suave y rítmicamente  los brazos del puerto, el mar balanceaba los pequeños barcos, haciendo tintinear suavemente los aparejos, y, de vez en cuando, graznaba alguna gaviota.