(relato publicado por entregas)

sábado, 29 de septiembre de 2012

VI


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Enrique se desperezó, giró y volvió a girar en la cama sin poder escapar a la sensación de tener un mar de sudor abrazándole. Abrió los ojos, y por fin recibió el destello de los rayos de sol, que aunque le molestaban y le obligaban a cerrar los ojos, certificaban el fin de la maldita noche. Se restregó los ojos con fuerza, se desperezó, y  con los ojos ya abiertos, miró alrededor. Todo estaba igual como lo habían dejado anoche, tras la cena en la taberna y los mojitos en la terraza, excepto Eva, que no estaba allí.

Enrique se levanto y fue al cuarto de baño para asearse. Recogió la toalla del suelo y la dejó sobre la tapa de váter mientras se lavaba la cara y los dientes. Al salir buscó los calzoncillos, que estaban en una de las sillas, y se los puso. Salió a la terraza y allí, en la tumbona, desnuda, y con un vaso de ron roto en el suelo junto a ella, estaba Eva, dormida. Enrique destendió el pareo con el que ella solía ir a la playa y la cubrió. No es que hubiera edificios altos en el pueblo desde donde pudieran verla, pero cualquiera podía intentar echar un vistazo. Se sentó junto a ella, sin despertarla, y la observó mientras encendía un cigarro.

“Qué habrá estado pensando aquí fuera, vete tu a saber.” Se dio la vuelta y entró de nuevo en el estudio y se dirigió al rincón que hacía las veces de cocina, y buscando en todos los armarios y cajones, consiguió encontrar la cafetera y la tostadora. Preparó café y tostadas, cortó un par de naranjas en trozos, y lo puso todo en una bandeja, junto con dos tazas, leche, azúcar, cucharas y cuchillos, mermelada y miel, y lo sacó a la mesa de la terraza. Una vez allí, se sirvió un café bien oscuro y estiró las piernas sobre la silla de enfrente, y se dedicó a tomar el café contemplando tanto las vistas sobre el pueblo, el puerto y el mar, como la figura de Eva, completamente dormida, con el cuerpo desnudo mal tapado por el pareo.

Terminó el café y el cigarro, sin pararse a pensar en nada, tal y como se había propuesto, y volvió a la habitación. Se vistió, cogió la cámara de fotos, para la cual escogió un gran angular, un 16-55 mm de gran abertura de diafragma, cargó las baterías de reserva, y salió del piso, no sin antes tomar un par de fotos de Eva, tumbada, dormida, sobre la tumbona, desnuda.

El apartamento que habían alquilado, en realidad un estudio de apenas veinte metros cuadrados y un solo ambiente, rectangular, en el que en una esquina habían cerrado un rincón mediante un par de tabiques para esconder el baño, se encontraba en la única edificación del pueblo que  se salía de la tipología de casa tradicional, de un piso y con tejado plano y azotea, que se esparcían junto a la riera o rambla, y se amalgamaban hacia el pequeño puerto, que contaba con un solo brazo apenas lo cerraba del mar abierto y en el que se resguardaban un puñado de pequeños y viejos barcos. En el entorno del puerto se abría una explanada en la que se encontraban el Ayuntamiento, una casa de igual tipo que las demás, pero esta vez con una segunda planta, la única sucursal bancaria, una caja de ahorros, en una esquina, compartiendo edificio con la farmacia, y en el otro extremo, dando la espalda a la desembocadura de la rambla, la cantina.

Enrique recorrió las calles, distribuidas sin orden aparente, con la vaga decisión de no dirigirse directamente al puerto, explorando rincones y calles secundarias. El pueblo parecía un reducto de otro tiempo inserto dentro de una costa que había sufrido el brutal asalto de las constructoras en las dos últimas décadas. Pero este pueblo, por otro lado insulso y sin atractivos ni valores que avivasen las imaginaciones especuladoras de ningún constructor, había permanecido intacto. La costa que lo bañaba era rocosa, las colinas que lo rodeaban y que caían abruptas al mar eran pedregosas y cubiertas con una escasa estepa seca, casi africana. La única cala cercana, apenas a tres kilómetros al oeste del pueblo, era una cala pedregosa, pequeña, y a la  que se accedía por una pista sin asfaltar y bacheada. Fotografió las fachadas sin gracia, los perros dormitando desentendidos del mundo junto a las puertas, las ventanas tapadas con persianas de esparto, los geranios que sobrevivían desflorados, los gatos que se asomaban a la calle desde cualquier hueco, cualquier resquicio, a cualquier altura. Las calles del pueblo estaban en su mayoría adoquinadas, excepto las más céntricas, que habían sido asfaltadas sin mano y sin gracia, y excepto las más alejadas y dispersas, aún de tierra compactada. Terminó llegando al puerto, y en realidad parecía imposible que no fuera así, ya que todas las calles terminaban de una manera u otra desembocando allí, y trató de obtener algún detalle de las embarcaciones, del muelle, del mar que mereciera la pena, pero una escasa calima y la dura luz del sol de la mañana lo hacía prácticamente imposible. Al final encontró una cafetería, no la cantina en la que cenaron anoche, al costado del ayuntamiento, con un par de mesas y sillas desparejadas. Se sentó, guardó la cámara en la bolsa, y se dedicó a esperar con un café, leyendo la prensa.

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