(relato publicado por entregas)

lunes, 18 de junio de 2012

IV


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Eva se despertó, si es que se podía decir que había conseguido dormirse por completo, contagiada por lo viscoso y pegajoso del aire. Tenía la sensación de estar sobre un colchón que flotara sobre un mar de agua caldosa, que transpirase la humedad hasta las sábanas, y de ahí a su cuerpo, pero sabía que era al revés, que era su cuerpo el que había estado sudando toda la noche, el que había encharcado las sábanas e incluso el colchón. Intentó hacerse una idea de qué hora sería, pero era difícil, sin relojes, despertadores ni móviles al alcance la mano. 

Miró por la ventana, intentando identificar algún rastro de la claridad de un día por romper, pero la luna llena, la tremenda luna llena que parecía iluminarlo todo como un sol frío impedía apreciar cualquier atisbo de amanecer. Se levantó de la cama y recorrió los dos o tres pasos que la separaban de la puerta del cuarto de baño y entró allí, sin encender la luz. Se duchó rápidamente con agua fría, para quitarse el sudor del cuerpo, para asearse, y apenas se secó con una toalla que dejó caer sin mirar en el suelo del baño y salió. En la esquina de la habitación, de la única estancia que daba forma al estudio, junto al ventanal que daba salida a la terraza, en una pequeña mesa, quedaban los restos de las copas que habían tomado anoche después de cenar. Le parecía que había pasado una eternidad desde que se sirvió la última copa de ron blanco con un poco de limón exprimido y un par de hojas de hierbabuena, pero es que el tiempo parecía esta noche tan viscoso como el aire. Se preparó otra copa, sacando el hielo de la pequeña neverita que ocupaba otra esquina de la habitación y con ella en la mano salió a la terraza. 

Al salir, de pie, alta como era ella, observó a su pareja intentando dormir en la cama. Enrique estaba tirado, con brazos y piernas estiradas, con la boca abierta, como intentando llegar a sentir y apresar hasta la menor pizca posible de aire en movimiento, la ración mínima de frescor que rompiese el bochorno de la primera noche plena de verano, que acompañada del viento de interior, terral le llamaban aquí, parecía imposibilitar incluso la supervivencia.

“¿Cuándo decidimos venir aquí?” pensaba, “¿A quién se le ocurrió la idea?”, “¿Para qué?”. Se le ocurrió a él, a Enrique, hace dos o tres semanas, recuperando una idea que ella había dejado caer unos meses atrás. Le habían hablado muy bien del pueblecito, un pequeño pueblo tendido hacia el mar desde una colina, siguiendo una rambla, seca desde hace años, con un puerto en el que al parecer, había una taberna, “La Dolores”, en la que se podía comer un buen pescado bien fresco, y, según una compañera de la oficina, los mejores calamares y jibias del mediterráneo. ¿Para qué?, ¿por qué? Se preguntaba mientras se dejaba caer en la tumbona, con la copa en la mano, viendo una preciosa panorámica del puerto, el mar, las barcas y la luna presidiéndolo todo desde lo alto. Bueno, no había nada que perdonar, nada que celebrar, no había nada perdido que recuperar. Lo que si había era mucho estrés acumulado, muchas tensiones. Mucha rigidez. 

De vez en cuando, sorbo a sorbo, miraba por el ventanal a la cama y lo observaba. Estaba segura de que él si que tenía la sensación de que tenía que recuperar algo, reconquistar o reconstruir, la palabra da igual, algo entre ellos dos. El sentimiento de culpa. Ella era consciente de que en estos años, Enrique había sido infiel eventualmente. Es más, creía tener localizados los momentos y las personas, dos o tres veces en estos siete años. A esto era capaz de sumar un par de deslices puramente eventuales. Y a ella no le dolía, lo aceptaba. Estaba en el trato, no de forma explícita, pero si implícita, tácitamente acordado. Los dos venían ya de vuelta, ella de un matrimonio fallido. Casada joven, con veintipocos, todo iba viento en popa hasta que no supo manejar una infidelidad que hoy le parecería menos dramática, algo casi natural. Pero en su momento fue un trauma, una catarsis. Enrique, llegó a ella tras un par de largas relaciones fallidas y unos años de relativo vagabundeo emocional. Él fue claro desde el principio, “no puedes pretender que cambie mis rutinas de ocho o nueve años así, de golpe, tienes que darme tiempo”, él parecía referirse a las salidas con los amigos, los planes improvisados, el no rendir cuentas, pero ella era consciente de a qué se estaba refiriendo, posiblemente incluso sin saberlo él mismo. Pero de un tiempo a esta parte, entró en juego un nuevo factor. De las dos o tres infidelidades que tenía controladas, la última fue con una compañera de trabajo, y terminó cuando a ésta la enviaron por negocios a otro país. Y todo fue sobre ruedas. Egos masculinos bien alimentados, problemas resueltos, y el tema roto sin que nadie fuese declarado culpable. Sencillo y limpio. Hasta que ella pidió de nuevo el traslado de vuelta a la oficina con Enrique, y comenzó una campaña de caza y captura, de búsqueda y destrucción. Enrique lo solventó bien a la larga, tras un momento de conmoción, la compañera fue de nuevo desplazada, pero algo se encendió dentro de él. El sentimiento de culpa.

Seguía dando sorbos lentos al ron, mirando al horizonte, donde no se apreciaba rastro ninguno de un amanecer por venir, y el aire cálido ya había borrado cualquier sensación de frescor de la ducha, y volvía a empaparse en sudor, impregnando la tela de la tumbona, recuperando la sensación viscosa de la cama. 

Sentimiento de culpa. Daba vueltas a la idea, saboreándola como al ron, Enrique se sentía culpable, pero no por la infidelidad, si no por el daño causado, ¿a ella? ¿a Eva? No, por el daño causado a la compañera, por el desequilibrio creado en la oficina, por no saber manejar la sorpresa de la vuelta. Se sentía culpable, también, de no sentirse culpable respecto a Eva. Y Eva lo sabía. Y lo único que sentía Eva al respecto era vanidad. Todo esto gira en torno a mí. Te puedes tirar a las compañeras de trabajo que estimes necesario, puedes tener algún ligue suelto por ahí, nada importante. Pero has llegado al punto en el que sabes que debes sentirte culpable, sabes que has cometido un delito. Y yo, que soy el juez, ni te culpo ni te exculpo, no te juzgo. Y eso te descoloca. Necesitas el castigo para poder sentirte redimido. Necesitas la confesión, la penitencia, para merecer ser exculpado, para poder sentirte limpio, para poder cometer luego el mismo delito y recorrer el mismo círculo de nuevo. Eva se sintió especialmente cómoda por un momento, especialmente segura, tranquila, con dominio de la sensación, y pareció que el aire era menos denso, que la temperatura bajaba, que el sudor era menos pegajoso. 

Y disfrutó del último trago de ron. Y cerró los ojos, pensando en lo fresco que estaba aún el vaso, y comenzó a deslizarlo sobre su cuello, para refrescarse. La sensación era placentera, y continuó deslizándolo sobre su piel, primero el cuello y las mejillas, bajó y lo hizo rodar sobre los pechos, recorriendo la media circunferencia inferior, y por la línea central del abdomen, sobre el ombligo, siguiendo el rastro de un pequeño río de sudor que recorría su cuerpo, fue bajando, hasta llegar al punto donde el sudor y la oscuridad se apropian de la piel en sus dobleces, donde no llega la luz de la luna llena, donde las terminaciones nerviosas conectan directamente con el fondo del cerebro, con la parte más animal,  más reptil, donde cualquier gesto, cualquier caricia hace que inmediatamente el vello de todo el cuerpo se erice, el punto donde reside la verdadera gravedad que lo atrae todo, hacia la oscuridad.

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