(relato publicado por entregas)

viernes, 15 de junio de 2012

III


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El chaval corría bajo la luz de la luna, acompañado por un perro aún cachorro, con unas alpargatas de esparto que amortiguaban las pisadas. Había salido por la azotea de la casa, evitando cualquier ruido, y había recorrido los tejados de las casas de su calle sin realizar el menor ruido. Bajo la luna llena era muy fácil para él, que conocía de memoria cada rincón, cada macetero, cada alcayata del laberinto de azoteas y tejados del pueblo. A sus doce años era hábil, elástico, resistente, pero también era menudo y ligero, y lo más importante, tenía bien enseñado al perro para que no ladrara ni se entretuviese con los gatos ni las sombras que dibujaban techos, chimeneas y demás. 

Al final de la calle, bajó del tejado en el que se encontraba apoyándose en la enredadera que trepaba por la pared, saltando a un árbol cercano. Ahora que caminaba por el empedrado, en una noche luminosa como esa, era mucho más visible, y tenía que concentrarse y agacharse al pasar bajo las ventanas, saltar al pasar delante de las puertas abiertas, esquivar a los pocos transeúntes, y convertirse en otra sombra más. Atravesaba las calles del pequeño pueblo en dirección al puerto, y, según se acercaba, se le dibujaba una sonrisa al oír el golpeteo continuo de las olas, el choque de las barcazas entre sí, el graznido de las gaviotas, se animaba con el olor a salitre concentrado en todas y cada una de las paredes, maromas y cadenas que se exponían al embate del mar, que hoy se encontraba tranquilo. 

Era una noche calurosa, con viento del interior, seco, que se llevaba el olor a mar del pueblo, que no dejaba dormir y que convertía el aire en una masa inmóvil y pegajosa que se colaba por las ventanas. Las noches de terral, los gallos y las gallinas cacareaban más, los burros rebuznaban y se contestaban de parte a parte del pueblo, desde lo alto hasta el puerto, rambla abajo; los gatos se peleaban y mascullaban bufidos en los rincones más oscuros, y entre todo eso, él se deslizaba sin ser visible. 

Llegó al puerto, y de rincón en rincón, siempre buscando las sombras, rodeó la taberna que se apoyaba en una ladera de la rambla, único edificio que aún dejaba escapar luz por las ventanas, y, descolgándose por una maroma, llegó a la embarcación de su tío Pedro, hermano de su madre, una pequeña patera azul en la que solían salir a por calamares y jibias, y se tumbó a observar el cielo, a oír las olas y las gaviotas, a sentir el bamboleo de la barca (la “Carmela del mar”, como la habían bautizado) y el mar bajo su espalda. Al cabo de un rato, se incorporó, escrutando los ruidos, por si se oían los pasos de alguien por el puerto, alguien que le viese trepar por la maroma, atravesar de nuevo la explanada vacía para ganar la espalda de la taberna, trepar por la ladera, él ya sabía cómo, para subir a la azotea, al techo plano del pequeño edificio que cerraba el puerto hacia levante, hacia la ladera más escarpada de la rambla. Allí arriba tenía que extremar el cuidado, pues en la taberna oirían cualquier ruido que hiciera. 

El techo plano, a parte de proporcionarle una panorámica del pueblo desparramándose colina abajo hacia el mar, siguiendo el curso de la rambla, le proporcionaba otras vistas más interesantes, ya que a través de dos claraboyas podía observar el interior de la taberna sin ser visto, siempre que fuera capaz de desplazarse sin hacer ruido. Más de una vez creyó ser descubierto y tuvo que huir corriendo sin mirar atrás hasta su calle, trepar al tejado por el árbol y la enredadera, recorrer los tejados casi sin respiración y entrar por la ventana y meterse en la cama, para pasarse la noche rezando para que, al día siguiente, no le recibiesen con un a bronca y una paliza cuando fuese al puerto a echarle una mano a su tío, el pescador de calamares y jibias. Reptando por el tejado, llegó a la primera de las claraboyas y lentamente, sin dejarse llevar por la impaciencia, se asomó. 

La taberna era bien sencilla, en la fachada, dos ventanas amplias y la puerta centrada, habitualmente un par de mesas con sus sillas se ponían fuera, en la explanada que da al puerto. En el interior, cuatro mesas pequeñas, con sillas desparejadas, y en un lateral una mesa algo mayor, para 8 comensales, pegada a la pared. Enfrentada a la puerta una barra y detrás, unos estantes con las botellas. En la pared de la derecha, un calendario colgado, una foto con la alineación del Madrid que venció al Stade de Reims en el Parque de los Príncipes y un botijo colgado de una alcayata. Muchas noches, alguien sacaba una guitarra y empezaba el jaleo. 

Otras noches, tal y como esta misma noche, si estaban Antonio el de la Parra y Juan de la Filo, se retiraba una de las mesas pequeñas y se sentaban en una esquina, justo a la derecha de la puerta, Antonio con la guitarra, abrazada muy cerca del cuello, con los ojos bajos, concentrado, y Juan solemne, en la silla, con las piernas abiertas y siguiendo el compás con la mano izquierda sobre la pierna, y con la palma de la derecha abierta, como explicándose. Los dos eran ya bien mayores, rondando los cincuenta años o más, y llevaban siempre la camisa bien abrochada, hasta el cuello, por muy raída que estuviera, por muy calurosa que fuera la noche. Solo bebían unos chatos de vino y nunca hacían caso de las canciones que les pedían. Juan, el de la Filo, daba una impresión más sombría, apenas hablaba entre cante y cante. 

Al chaval le ensimismaba ver como un hombre hecho y derecho, recio, con las manos bien encallecidas, podía ponerse completamente colorao cuando se rompía en mitad de un cante, alargando un quejío, una vocal que sube y baja al compás de la mano izquierda sobre el muslo y siguiendo los arabescos de la mano derecha, que, abierta, parecía explicar de dónde salía ese dolor tan serio, tan conspicuo, tan profundo. A veces, cuando se rompía del tó, Antonio dejaba callar la guitarra y levantaba la cabeza mirando a su compañero, asintiendo rítmicamente, frunciendo el ceño. Y cuando a Juan se el acababa el aire, y eso pasaba pocas veces, y bajaba la mano derecha, dejando la mano izquierda muerta sobre la pierna, con la cabeza gacha, la cara completamente congestionada, se hacía el silencio, y las caras de los habituales era de expectación, con las cejas levantadas, la boca ligeramente abierta y el gesto tenso; entonces, Antonio arrancaba a tocar la guitarra, paseando los dedos por todo el mástil de la guitarra, recorriendo todos los trastes, siguiendo líneas que solo él veía, arrebolando melodías, para terminar cerrando con tres rasgueos profundos y sentenciosos. Siempre alguien soltaba un “¡ole ahí la madre que te parió, Antonio!” mientras los demás vaciaban los chatos de vino. 

Algunas noches la cosa duraba más, otras menos, dependiendo de Antonio, de Juan, o de la Dolores, la tabernera, que no dejaba que la llamasen Lola, y que a veces ponía fin a la noche por que “ya está bien, que no son horas, que un día en el pueblo se enfadan, y me queman la taberna por no dejarles dormir, y a ver qué hago yo sola en el mundo sin la taberna”. Lola era medianamente joven, vete tú a saber si de unos veintimuchos o treintaypocos, soltera, y llevaba ella sola la taberna desde que unos siete y ocho años atrás el mar se llevó a su marido, Paco, y a su padre, el Tabernas, dejándola sola con el negocio. 

Otras noches la cosa terminaba cuando llegaba el guardia civil, con su uniforme y su bigote bien espeso. No es que la única autoridad del pueblo fuese restrictiva con la gente y su diversión (el pueblo era pequeño, no contaba ni con alcalde ni alguacil), simplemente su presencia hacía de disolvente, y terminaba por convencer a la gente de que ya era hora. Siempre entraba y se acodaba en la barra, en una esquina, lejos de la jarana, y bebía una copa de brandy escuchando sin prestar atención el cante de Juan. Cuando terminaba la canción, se incorporaba, a veces ni hablaba, sólo carraspeaba y estiraba las piernas, y los parroquianos apuraban los vasos e iban desfilando por la barra pagando los vinos, y tras despedirse, marchaban despacio y en silencio cada uno a su casa y a sus cosas. Antonio y Juan eran de los primeros en marchar, pues nunca les dejaban pagar y nunca se despedían del guardia civil, apenas le miraban al salir. 

El chico seguía observando mientras los parroquianos salían de la taberna, apretando el cuerpo al techo,  pues ahora corría el riesgo de ser visto desde cualquier punto del pueblo. Pasados unos minutos, Dolores recogía todo aquello y pasaba el trapo por las mesas, organizaba las sillas, y, mientras, el guardia terminaba su copa, “bueno, voy a echar un pitillo” decía él, o alguna frase similar, y salía ladeando la cabeza mientras encendía un cigarro recién liado. Mientras fumaba, el guardia daba siempre un corto paseo, recorriendo cadenciosamente la explanada del puerto y las calles aledañas, como comprobando que todo está en paz, que la gente duerme tranquila, que nadie tiene ningún problema, que nadie observa. Y entonces comenzaba la parte más delicada de la noche para el chaval. 

Observaba al guardia en su rutinaria ronda, y como si de una coreografía se tratara, esperaba que se perdiera por una de las calles laterales, para bajar del techo de la taberna, sigilosamente, y correr entre las sombras a esconderse detrás de los toneles abandonados que llevaban años apoyados en la ladera de la rambla, a escasos metros de la taberna. Allí podía permanecer agazapado, acariciando al perro, que había vuelto de vagar por ahí desde que se tumbó en la patera de su tío (una vez lo llevó a la barquichuela, bajando por la maroma con el cachorro, entonces más pequeño, abrazado al pecho, pero al perro no le gustó la sensación de movimiento del mar e intentó huir, cayendo ambos al agua; ese día se montó un buen lío, y al llegar a casa lo recibió la correa del pantalón) esperando y observando. Desde allí podía ver la explanada del puerto, la entrada a la taberna no, le quedaba algo  oculta, pero si podía observar la ventana de la habitación de la Dolores, que entraba después de recoger la taberna, y, a media luz y con la ventana abierta, comenzaba a desnudarse.

Era una mujer muy morena, de pelo negro azabache, largo y rizado, de cuerpo contundente pero redondeado, con unos grandes ojos bien negros y bien redondos. Y siempre, o casi siempre, todas las noches, o casi todas las noches, ocurría lo mismo. Cuando estaba a medio desnudar, sólo con la ropa interior, se acercaba a la ventana, sin asomarse y silbaba una cancioncilla. Y desde los toneles, el chaval la podía ver, recogiéndose el pelo y sonriendo al escuchar primero los pasos del guardia por la explanada y luego la puerta abrirse y cerrarse. En un momento, el chaval podía verlos abrazarse, besarse, y luego separarse. Entonces el guardia dejaba la pistola y el tricornio en una cómoda, fuera de la vista del chaval, y comenzaba a desnudarse parsimoniosamente, prenda a prenda, dejándolas con cuidado en una butaca de mimbre. “Hay que ver, parece que estés escribiendo un informe de esos, poniendo una multa o algo, que poco entusiasmo. ¿Qué no te alegras de verme, Lorenzo? ¡Ay ven pa acá, jodío!” y se abalanzaba sobre él. Lorenzo, el guardia, respondía esquivo, “Niña, guarda las composturas, que no me gustas las chorraícas estas”. Cuando se quedaba en calzones, se levantaba y abría los brazos, y ella siempre lo abrazaba y lo arrastraba a la cama. 

Muchas veces el chaval se quedaba ahí, concentrado en escucharlo todo, las quejas, los gemidos de ella, los bramidos de él, las frases sueltas después como “el día que esto se sepa, nos la lían en el pueblo” o “este pueblo de mansos no levantan ni un deo contra la autoridad, y si no mira los rojos esos del flamenco, corderitos son”, escondido entre los toneles. Otros días, se acercaba sigilosamente y asomaba, desde lejos la cabeza por la ventana, y miraba. Miraba como retozaban los dos cuerpos sobre la cama, y le gustaba sobre todo cuando era ella la que se ponía encima y ondeaba su cuerpo sobre el de él. Esas veces, cuando ella estaba encima, ella gemía más y el bramaba menos, y además podía ver los pechos moverse, grandes y contundentes al ritmo de las caderas, arriba y abajo, con los oscuros pezones, grandes, subiendo y bajando. 

Lo que hacía siempre era bajar la mano hasta la bragueta y acompañar los movimientos del cuerpo de la Dolores con los de su mano, acompañando los gemidos de ella con su propia respiración, esforzándose por ahogar sus propios gemidos. Esta noche se sentía valiente, y había abandonado la seguridad de los toneles para acercarse a la ventana, quería verla mejor. Y la luna llena de verdad hacía que la viese mejor, casi al detalle, mientras bailaba sobre el guardia, en la cama, cerca de la ventana. Los gemidos hoy eran especialmente profundos y sentidos y el muchacho tuvo que esforzarse en contener los suyos, pero algo debió escaparse, algún bufido o resoplido, pues en mitad de los contoneos ella giró la mirada hacia la ventana y vio al chaval, allí, en mitad de la nada, con la mano en la bragueta, a la luz de la luna, petrificado. Ella aminoró la velocidad, y cambió en un instante, una primera expresión de sorpresa por una sonrisa cómplice, cada vez más abierta, mientras poco a poco recuperaba el ritmo de bamboleo, mientras comenzaba a acariciarse los pechos, siempre sin dejar de mirar al chaval. 

El hechizo se rompió con el bramido de Lorenzo, “¿qué pasa? ¿que miras tanto por la ventana? ¿hay alguien ahí?”. Al escuchar la voz gutural del guardia, la Dolores cambió el gesto y volvió la mirada hacia el mostacho que ahora intentaba incorporarse. “No, na, que la luna está muy bonita hoy, to llena”. El chaval reaccionó como si de repente una estatua cobrase vida y comenzó a correr, como alma que persigue el diablo, sin guardar cuidado del ruido, calle arriba, mientras escuchaba los bramidos del guardia, sin entender ni una palabra, salir por la ventana de la habitación hacia la explanada.

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